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Foto del escritor: Martha Elena Llano SernaMartha Elena Llano Serna

El silencio. La quietud. La soledad. La maravillosa vida en el campo. La delicia de la música escuchada en compañía de los precisos. Del fuego en una chimenea ya cansada de calentar.

Me arrebata la belleza del bosque. De mis canes compañeros acostados cerca. De la naturaleza siguiendo su curso. Su vida. Del canto de aquella ave que feliz llevaba una lombriz a sus polluelos. De las nubes que pasan lento cruzándose con la neblina. Con la lluvia. Con el frío. Con ese blanco que me habla de ti. Que me habla de otros tiempos.


Me arrebata la alegría de estar viva para conseguir mis sueños. Para ayudarle a mi hijo a conseguir los suyos. Para que los persiga. Para que muchos tengamos una oportunidad. Una.

ME arrebata escribir. De todo. De nada. De cualquier cosa. De mi vida. De la tuya. De la nuestra. De lo vivido. De lo olvidado. De los recuerdos. De lo por llegar. De lo que nunca llegará y de lo que nunca será.


Me arrebata leer. Leerte. Poemas. Míos y de otros. Tuyos. Nuestros. Historias que se nos cruzan tocándonos la piel. De esa chica que esperando en la estación encontró su amor. De la que esperándolo lo perdió. De todos. De ese indigente que me robó el aliento. De ese perro solitario que cruzando la calle perdió su vida. De ese arcoiris que nos recordó ese atardecer sobre la arena.


Me arrebata caminar. Sin rumbo. Solo caminar. Porque haciéndolo hallo el destino. El que quería pero no sabía. El que sabía pero conocía. El que recordaba pero no hallaba. El que veía en sueños. El que caminaba ensoñando. El que recorría en silencio.


Me arrebata contemplar. Porque es allí donde puedo ver con claridad. Donde puedo observar a mi alrededor y en realidad ver lo importante. Donde puedo con certeza usar todos mis sentidos y embriagarme de mi existencia. De la existencia de todo lo que me rodea. De su belleza. De su naturaleza. De su magnitud. Del sol tibiamente calentando mi espíritu cuando más lo necesito.

Me arrebata la enfermedad. Porque en ella me hago vulnerable. Y hace vulnerable a todos. Nos hace más humanos. Nos acerca a nosotros y a quienes amamos. Nos detiene para dejar de ceñir el éxito por estereotipos. Por eso que no nos hace felices. Por eso que nos daña y daña nuestras relaciones.


Me arrebata la vida. Porque en ello hallo la muerte y en un ciclo eterno me demuestra quienes somos. Quienes seremos. Lo frágiles que siempre seremos ante la inmensidad de este universo. Misterioso. Extraño. Eterno. Paradójico.


Me arrebata escribir porque sale de mi corazón todo lo que siento. Porque caso todo. Afuera. Sin medida. Sin necesidad de hacerlo para alguien o algo. Solo para mi. Para mi propia sanación. Para mis recuerdos. Para encontrar la paz que solo hallo haciéndolo. Para contar historias que están por ahí en todas partes. En cualquiera. En ninguna. En mi vida. En tu vida. En la vida de todos.


Me arrebata la alegría cuando el placer de la música y de aquel sonajero me permiten el silencio eterno de la vida tranquila. Del placer de la quietud y la soledad en mi compañía. En donde me siento segura. En este hogar que me permite estar y ser. En este bosque en el que siempre me siento a salvo. Como si fuera mi propio cuerpo.

Me arrebata la palabra. La escrita y la leída. Porque son ellas la maravilla de esta mi especie. Inteligente. Sagaz. Pero también voraz. Humana.

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Foto del escritor: Martha Elena Llano SernaMartha Elena Llano Serna

En algo mejor. Desde pequeños crecemos confiando y a medida que vamos haciéndonos grandes las experiencias nos hacen perder esa confianza. Cuando al contrario deberían de fortalecernos y ayudarnos a confiar siempre en algo mejor.


Confiamos. Pero no creemos. Ahí es donde está la diferencia. Porque no necesariamente todo lo que vivimos es eso que queremos. Pero sí es lo que necesitamos. Para aprender. Para valorar. Para agradecer. Para aprender a través del tiempo que las experiencias vividas nos harán justo eso. Aprender. Para no repetir. Para hacer muchas cosas solo una vez. Y no dos. Ni tres. Ni cuatro.


Confiamos que hay un mejor mañana. Que el sol saldrá. Que el frío pasará. Que la tristeza se irá. Que la alegría volverá. Que aquel trabajo perdido será el trampolín para uno mejor. Que el amor rechazado nos hará fuertes. Y así es.


Confiamos en la esperanza. Y son las ilusiones las que nos mantienen vivos. Esas benditas hacen todo por nosotros. Y por muchas otras especies. Son ellas las que nos hacen levantar cuando estamos dormidos o caídos. Son ellas las que nos permiten ver luz al otro lado del túnel. De ese en el que muchos sin saberlo nos vamos metiendo hasta que la vida nos hace un llamado de atención. Hay veces suave. Hay veces duro. Hay veces hasta con nuestra muerte.


Confiamos en la vida. La muerte nos asusta. Y es eso que tenemos más seguro que cualquier otra cosa. Más que ver el sol cada mañana. O cada tarde. Más que sentir el aire que respiramos o el agua que somos.


Confiamos en la justicia pero es diferente para todos. Hay excepciones. Pero la justicia se nos hace esquiva y no es igual para todos. No es justo el amor. No son justas las parejas. Ni las familias. Ni nuestra sociedad. Ni es justa la enfermedad. Ni la riqueza. Ni la pobreza.

Confiamos en nuestras familias. En nuestros amigos. Son ellos los más cercanos. Y aún así no son necesariamente lo que esperábamos. Son menos. O muchas veces más. Pero nos vamos quedando en la vida anclados a resentimientos que no permiten que crezcamos y seamos mejores.


Confiamos en que nuestras experiencias no sean dolorosas. Pero lo son. Y siempre lo serán. Así crecemos. Así nos hacemos humildes. Así nos volvemos mejores humanos. Hay también de las buenas. Y con ellas también aprendemos. Y sentimos una alegría por ahí en alguna parte de nuestro cuerpo que nos hace además ser felices por instantes. Porque la felicidad no puede ser constante. Porque o sino no la diferenciaríamos.


Confiamos en nuestro cuerpo. Algunos. Y lo escuchamos. Y él nos escucha a nosotros. Claritico. Sin interferencias. Y nos mantiene alerta sobre lo que hacemos bien o mal. O sobre lo que simplemente no hacemos. O sobre lo que tenemos que hacer.


Confiamos en tantas cosas. Y es preciso. Para poder vivir. Sin la confianza nada sería posible. Ninguna relación. Ningún abrazo. Ningún beso. Ningún adiós. Ninguna sonrisa. Ninguna burla. Nada.

Confiamos…

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Nada. Ni escribir. Que todo sea por pasión. Por deseo. Por conquistar esa libertad que nos es permitida. Por esa.


Que nada nos esclavice. Porque cuando pasa todo comienza a ser mecánico. Y nos equivocamos. Y cometemos errores. Y es peligroso. Para todos. Para nosotros. Para quienes nos rodean. Para nuestros hijos. Para nuestras familias. Para nuestros pacientes o clientes o para quienes hagamos las cosas. Nada como hacer las cosas por amor. Por placer. Porque nos permite felicidad. Porque damos felicidad.


Que nada nos esclavice. Ni el tiempo. Ni la plata. Ni los ritos. Ni las religiones. Ni las compras. Ni las amistades. Ni los amores. Ni las parejas. Ni las familias. Ni los amigos. De cualquier número de patas. Porque entonces nos perdemos. Y dejamos de ser quienes somos. Y nos convertimos en lo que algo o alguien más quiere. Y no sentimos esa delicia de la libertada en nuestras manos. En nuestro teclado. En nuestro tacto. En nuestra piel.


Que nada nos esclavice para que podamos encontrarle el verdadero sentido a esta vida. Lo que más esclaviza son los trabajos. Por temor. Porque nuestra sociedad está basada en el miedo. Y no en el amor. Y entonces tememos perder. No llegar. No ganar. No ser mejor que los otros. No tener más que los otros. No comprar más que los otros. No lucir mejor. Viajar más. Conocer más y gastar y gastar. ¿Y nosotros? ¿Qué tanto viajamos a nuestro interior? ¿Hacia adentro?


Que nada nos esclavice. Ni meditar. Ni hacer yoga. Ni caminar por la naturaleza. Que lo hagamos siempre por la delicia del sol tocando nuestro rostro. O la lluvia. O porque haciéndolo nuestra energía se transforma en algo más. En algo mejor. Aunque muchos lo duden. Somos energía que se transforma. Constantemente. A cada instante. Y siempre somos otros.


Que nada nos esclavice para que nuestro mundo sea mejor. Ni una taza de café. Ni de té. Ni de nada. Ni la forma como comemos o dormimos. O con lo que dormimos. Seamos flexibles. Para que nuestra existencia sea más liviana. Para que nada nos domine sino que nosotros seamos quienes tengamos el control sin que éste tampoco nos esclavice. Sino que por el contrario nos otorgue más libertad.


Que nada nos esclavice para que no exista nada que nos gobierne a excepción de la verdad. De la honestidad. De la transparencia. De lo correcto. De lo que es y debe ser. De lo que permite que nuestro pensamiento sea cada día más sano. Más armonioso. Más amoroso. Con todos.

Que nada nos esclavice para que podamos sentir y ver la belleza de esta vida que por alguna misteriosa razón estamos destinados a vivir. A consentir. Porque es la única que tenemos. No tenemos dos. No así. No con los que estamos y con lo que hemos escogido ser y tener.


Que nada nos esclavice…por el contrario. Que todo nos libere. Que nos haga peso pluma y tan livianos para que el viento nos lleve lejos y alcancemos nuestros sueños. Nuestros proyectos. Nuestros deseos. Y nuestras ilusiones sean dulces y toquen el corazón de aquellos que están viviendo con tanto miedo que todo los paraliza. Que siguen siendo autómatas de su propia vida y no le hallan sentido a buscar nuevas cosas. Nuevas oportunidades. Nuevos amores. Nuevos proyectos. Nuevas energías que renueven sus ganas de vivir. De continuar una vez más. De hacer nuevas cosas con nuevos seres. De alzar el vuelo una vez más.


Que nada nos esclavice…la sola palabra nos trae recuerdos no tan gratos. De una época inhumana. De una época en que unos eran dueños de otros. Y les pertenecían. Y no le pertenecemos a nada ni a nadie. Que ninguna red te atrape. Ninguna.

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