La posibilidad del silencio. La magia de las gotas de lluvia. El encanto de observar sin tiempo, ni espacio.
En la vida lenta he hallado la fortuna de mirar a los ojos. Sensatamente. Sin necesidad de hablar. Ni de preguntar. Porque en los ojos está todo. Escrito en ellos está la vida que tenemos, la que tuvimos, la que deseamos. Está el silencio de lo no dicho. De lo dicho. Lo pensado y por lo que suspiramos. Está el misterio del universo escondido en esas pequeñas bolitas que lo dicen todo sin callar. Sin otorgar. Sin querer develar pero develando con su brillo la hermosura de quienes somos o de quienes no.
En la vida lenta he hallado el placer de un mensaje del cosmos a las 437 o de un buen café, pensando en qué escribiría en un momento. Y luego poder sentirlo en mis manos, mientras caliento mis dedos para dejar volar mi corazón y plasmar en este maravilloso invento lo que siente mi alma. Dulcemente.
La posibilidad del silencio me entrega mi propia voz. Me desvela con ella mientras recreo mis sueños y los del otro. Me entrega pequeños placeres poco comparables. Una nota que me hace estremecer. Una composición entera que me recuerda quién soy. Miles de gotas sobre este árbol que lentamente escurre para mojar sus raíces. Y también las de otros. Para permitir que sus semillas crezcan despacito. Hasta que él les dé espacio para también alcanzar la luz.
En la vida lenta he hallado el amor. Siempre. En un idilio no solo con el otro sino conmigo y con la vida. Me ha permitido conocer y conocerme. Mirar adentro para ver afuera. Estar para ser porque son lo mismo. Suspirar hasta lagrimear y reconocer el placer de la vida que he vivido, que vivo, por decisión propia. Por ese aire que no podía respirar. Por esa opresión en el pecho que sentía cada vez que veía por dónde íbamos, cómo íbamos, en quienes nos estábamos convirtiendo. Y simplemente no resistía. Y partí.
Y aquí me hallo viviendo la vida lenta desde hace tanto, que ya no recuerdo cuánto. Suficiente para mi. El preciso para este tiempo. El necesario para estar centrada y parada en mis raíces con tanta fuerza como este gigante Roble que me acompaña. Como tantos que hay aquí. Silenciosos. Con una vida lenta también. Deliciosamente.
En la vida lenta he hallado el placer de detenerme constantemente. A coger esas bellotas de los robles que serán los árboles del futuro y susurrarles que traigan mucho aire. Que traigan sombra y que que también traigan un poco más de frío a este planeta. Les he dicho a esas semillitas que crezcan todas. Que no fallen. Que hallen una tierra buena que les de abrigo para que sus raíces crezcan de aquí hasta donde quieran y en su camino se toquen y se abracen con otros árboles, con otros seres, con otras tierras. Para que todas se lleven ese mensaje que tanto necesitamos. Para que desde bien adentro de la Tierra llegue esa sanación que necesitamos. Esa paz. Ese amor. Esa compasión. Esa comprensión.
En la vida lenta he hallado el placer de ciertamente contemplar. A todo. Y a todos. Incluyéndome por supuesto. ¿Quién soy? ¿Qué es esto que llevo por dentro que me permite aprender y hacer y ser? Me contemplo siempre pero casi siempre miro afuera y arriba y abajo. Porque por todas partes hallo la vida. No solo de lo vivo. De todo. Hay veces pasan de repente y siento un suspiro mientras voy por la vida conectada con la energía que somos. Hay instantes que siento hasta abrazos e imagino que es uno de esos seres que sabe en qué estoy pensando.
Aquí me hallo viviendo mi vida lenta. Afortunadamente. Lenta. Porque no hay prisa. Nunca la ha habido. Simplemente estábamos desconectados de lo simple, de lo lento, de lo práctico, de lo esencial. Y es una fortuna hallarlo. Hallarla. Porque entonces todo cobra sentido. Y nuestro espíritu se expande y se potencia, se expresa, se encuentra, se halla, se vuelve uno. Con el todo.
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