Es similar a la de nuestra piel. Lo dice todo. En ellas nos quedamos y quedan no sólo
nuestros recuerdos sino su historia misma. En cada esquina, en sus bordes, en los detalles que dejamos y que pensamos que nunca se notarán, que nadie los verá. Y los vemos, los ven. Porque las casas tienen espíritu. Como nuestra alma. Y ellas se encargan de hacerse ver. Por eso hay lugares a los que llegamos y sentimos que no hay nada allí, que todo nos repele. Que ni el olor nos gusta aún estando vacíos. Cuando en cambio, hay otros que pareciera que hubiésemos llegado a casa. A la nuestra. Al centro del espíritu de alguien que como nosotros está conectado con la misma fuente de poder.
La memoria de las casas habita en cada espacio de ellas. Sé que en la mía es así. Allí he quedado yo y mi hijo, porque en ella fue que compartimos muchos y grandes momentos de nuestra existencia. Cómo no va a quedar eso en alguna parte escrito con esa tinta invisible que al final si termina siendo visible con los ojos del amor de los otros. Hay casas donde habita todo más que en otras. Habita la historia de sus vivientes, de esos transeúntes que somos. De sus amores y alegrías, de sus tristezas, de sus compañías, eternas o efímeras, de las cenas compartidas o de muchos días en soledad en donde el espíritu divaga en cuál será el sentido de todo esto.
Mi taza de café con una caída que le dejó una herida en su borde, el tarro de vidrio azul que estoy segura que alguien más lo miro al sol, el plato de barro que me deja saber que lo han lavado cientos de veces porque ya sus piedritas rozan mi piel, las baldosas que de tanto limpiar brillan como queriéndose lucir en la fiesta, el borde del zócalo a dónde queda la huella de nuestras trapeadoras, su marca es innegable, características de una casa en dónde se ha vivido. La marca de la chapa que ha sonado muchas veces y de la perilla que ha girado para dar el paso. Con solo cerrar mis ojos puedo ir hasta la casa de mi niñez y recordar desde su puerta hasta el fondo. Cada baldosa de cómo fue para mí. Puede que hoy sea otra, puede ser que ya no exista...pero en mi memoria queda ella y las huellas imborrables de nuestra historia juntas. Cuando sueño con un hogar, sueño con ella. Debe ser porque allí vivimos nuestra más maravillosa historia como familia.
Nuestras casas son el reflejo de nuestro espíritu. Porque ellas protegen nuestro hogar así como nuestro cuerpo protege nuestra alma y por lo tanto también reflejan nuestro espíritu. Estamos íntimamente conectados por un hilo invisible a las hogueras que habitamos. Física o virtualmente. Somos uno con nuestros lugares y así los sentimos en nuestra existencia. Mi alma está llena de recuerdos vividos en mi espacio hoy habitado por otros. Me costó ceder un poquito de ese espacio. Aún me cuesta, para qué negarlo. No ha sido nada fácil. Pero lo hice con amor y me mantengo firme en poder dejar que otros vean y sientan lo que yo he vivido allí. La placidez del silencio es mi mayor regalo. Sin él no avanzaríamos mucho como especie. Porque el silencio trae el placer de observar. Y es justo ese el que nos ha traído hasta aquí como especie. Así como las casas tienen memoria, sé que los bosques también. Sé que quedamos ahí y la historia de ellos queda en todo lo que vemos, en lo que les hacemos, en lo que quitamos y ponemos, porque él es uno. Uno con la Tierra y todo eso es más grande que nosotros. Que nuestras historias.
Las casas, los bosques y los lugares tienen memoria. Tienen escrito por todas partes lo que también han vivido. Sus cicatrices están escritas en sus pieles y el paso de nosotros los humanos que pareciera invisible en algunos casos, realmente, nunca lo será. Nos asentamos en un lugar cuando nuestro espíritu se alinea y se centra con la energía de ese lugar. Y eso traspasa muros y suelos, eso traspasa todo. Nos estamos es alineando con un espacio terrenal que nos acoge y nos permite estar. Hay veces uno se asienta y la misma tierra te echa y te saca, porque no respetas y no perteneces. Lo he visto muchas veces. Cerca de mí. Y he entendido muchas cosas.
No somos dueños de nada. Somos viajeros que tenemos que aprender a observar lo que hay primero por muchos instantes, para luego mover, correr, quitar. Las casas son ese lugar sagrado de alguien. En lo sagrado no hay sino amor puro. Respetar lo sagrado de la vida es mantenerse en tu propio centro, con la sabiduría de que esta nave en que vamos y las ventanas desde donde podemos ver hoy el afuera, son prestadas. Movernos nos da el placer de ver otras ventanas, otras vidas, otras sillas, otras mesas, otros fuegos aquí llamados salamandras, que me calientan el espíritu al lado de mis más amados. De mi poder por la palabra y de la posibilidad de pintar con mi cámara esas huellas que hay en todo, en la casa, en la montaña, en el bosque, en el lago, en la Tierra misma que me habla como si estuviera viva. Porque lo está.
Entonces la Tierra sí es mi casa, es mi hogar, y también tiene memoria.
Como dice mi amado nieto, los recuerdos están en la memoria, en el corazon; pero claro, los objetos, las cosas evocan esos